Sé que la frase –elaborada esencialmente por filósofos– la otredad del Otro ha merecido algunas bromas.
La otredad del Otro es aquello que establece al Otro en mis antípodas, que lo privilegia como objeto central de mi odio, que puede hacer de mí muchas cosas que no desearía ser. No ser un asesino, por ejemplo. Cuando la otredad del Otro llega a su extremo intolerable para aquel que lo considera su Otro, la más frecuente solución es matarlo. El odio con que muchos hablan de eso que hoy han establecido como el Otro lleva a preguntarse a qué extremo serían capaces de llegar. Sobre todo porque el Otro del que hablan no los afecta directamente. Ya sabemos que la Argentina se ha deslizado de un Otro a Otro y a Otro: el gauchaje federal, el malón, la inmigración, el cabecita negra, la guerrilla, los piqueteros, etc. Siempre se necesita otro. Alguien en quien depositar el odio. Hoy, el Otro es el inmigrante. No sólo aquí. La furia es generalizada. El muro que levanta Bush contra los mexicanos. Los musulmanes de Sarkozy. Los “indeseados” de Berlusconi. A comienzos de la década del ‘90, Samuel H. Huntington decía que los nuevos problemas serían el Islam y los inmigrantes no deseados.
El argentimedio (que es el argentino de clase media, aunque no es toda la clase media porque ésta no es un bloque homogéneo, aunque prevalezcan en ella valores escasamente ligados a la insolidaridad) es alguien que suele considerarse –así lo dice– el jamón del sandwich. La expresión señala una incomodidad: estar en el medio, apretado entre dos cosas que están en dos extremos diferentes: una parte del sandwich y la otra. Una arriba, otra abajo. El jamón, en el medio, pareciera ser la víctima de su situación en el mundo. No está en ninguna de las dos partes y no sabe a cuál pertenece ni a cuál adherir, aunque quisiera estar arriba. El argentimedio no quiere estar donde está. Necesita algo que le dé importancia. Que haga de él algo distinto de lo que es. Sale de esta situación por medio de Otro a quien odiar. “¡Nos vienen a robar el país!” dice el argentimedio de los bolivianos, los paraguayos y los peruanos, a los que ha bautizado con nombres despectivos. “¿A usted le ocuparon algún terreno?”, se le pregunta. “No.”
–Entonces, ¿por qué le vienen a robar el país?
–¿Cómo por qué? Porque nos vienen a sacar el trabajo.
–¿A usted le sacaron algún trabajo?
–No.
–¿Qué país le vienen a robar?
–¿Cómo qué país? Este, el mío.
–¿Usted cree que este país es suyo?
–Claro, yo soy argentino.
De pronto, el argentimedio es propietario. Tiene un país. Un país codiciado. Si no, no vendrían a robárselo. De pronto, es poderoso. La Argentina es suya. El, que era un rata como cualquier rata que anda por ahí, que era un empleado con un jefe que le arruinaba la vida, con una mujer o un marido o una familia a la que apenas aguanta, o que anda en un tacho desde el que arroja todo su odio sobre el mundo en general, que escucha las radios de derecha, que ve la TV vómito, ahora, súbitamente, habla en nombre de algo que le pertenece: el país. ¿Quién se lo dio? El Otro. El boliviano le dio la Argentina que, sin él, jamás habría tenido. Ahora es poderoso. Es un terrateniente. O habla como uno. Dice las palabras que decía Cané en los círculos oligárquicos de principios del siglo pasado:
–Nos vienen a quitar lo nuestro. Quieren entrar en nuestros salones. Los argentinos cada vez somos menos.
El Otro es negro, es feo, es sucio, es extranjero, es un invasor. El, no. El es argentino. Con el solo hecho azaroso de haber nacido aquí le alcanza. No necesita hacer nada más. Es argentino. Y el bolita le ha permitido sentir que la Argentina es suya. Tanto lo necesita que –si no existiera–, tendría que inventarlo.
Sartre, en su ensayo sobre la cuestión judía, dice que si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría. Lo mismo aquí: si el bolita no existiera, el argentimedio, ese hombre pequeño que necesita odiar para existir, lo inventaría.
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