SOBRE EL EXILIO:
Fueron varias etapas. Una primera, ésa en que te negás a deshacer las maletas (bueno, las valijas) porque tenés la ilusión de que el regreso sería mañana. Todo te parece extraño, indiferente, ajeno. Cuando escuchás los noticieros, sólo ponés atención a los sucesos internacionales, esperando (inútilmente, claro) que digan algo, alguito, de tu país, de tu gente.
La segunda etapa es cuando empezás a interesarte en lo que sucede a tu alrededor, en lo que prometen los políticos, en lo que no cumplen (a esa altura ya te sentís como en casa), en lo que vociferan los muros, en lo que canta la gente. Y ya que nadie te informa de cómo van Peñarol o Nacional o Wanderers o Rampla Juniors, te vas convirtiendo paulatinamente en forofo (hincha, digamos) del Zaragoza o del Albacete o del Tenerife, o de cualquier equipo donde juegue un uruguayo, o por lo menos algún argentino o mexicano o chileno o brasileño.
No obstante, a pesar de la adaptación paulatina, a pesar de que vas aprendiendo las acepciones locales; cuando ya te has metido en la selva semántica, igual te siguen angustiando, en el recodo más cursi de la almita, el goce y el dolor de lo que dejaste, incluidos el dulce de leche, el fainá, la humareda de los cafés y hasta la calima de la Vía Láctea, tan puntillosa en nuestro firmamento y, por razones cosmogónicas o cosmográficas, tan ausentes en el cielo europeo.
Por fin se abren las vedas políticas que te impedían el regreso. Sólo entonces se abre la tercera y definitiva etapa, y ahí si empieza la comezón lujuriosa y casi absurda, el miedo a perder la bendita identidad, la coacción en el cuore y la campanita en el cerebro. Y aunque sos consciente de que la operación no será una hazaña ni un jubileo, la vuelta a casa se te va volviendo imprescindible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario