Era de Parque Chas y era vueltero.
De chico nunca tuvo juguetes. Su padre le decía que podían llegar a distorsionarle los valores. En el bachillerato, en primer año, por pensar como actuaba lo dejaron libre. A partir de entonces se consideró un librepensador y se dedicó a escribir. Quería escribir un cuento breve; tan breve que le permitiese prescindir hasta de las palabras. Se quedó en la intención y lo logró.
Llegó a ser un auténtico filósofo. Uno de esos filósofos acerca de los cuales uno pone en duda de que en realidad lo sea porque vive a la vuelta de nuestra casa. Su frase predilecta era: “Pienso, luego desisto”.
Nunca trabajó y cuando llegó a la edad en la que hubiera podido jubilarse, comenzó a desempeñarse como estibador y terminó hecho bolsa.
Fue alguien que prefirió siempre el anonimato y se murió pidiendo que no lo deschavaran.
Aunque no fue precisamente un dador de sangre; aunque en toda su vida no hizo otra cosa más que acumular señas particulares; aunque tenía un cerebro pequeño y toneladas de actitudes, están los que dicen que iluminaba un lugar con sólo dejarlo.
Fue genio y figura hasta el crematorio.
Sus cenizas fueron esparcidas con la misma natural indiferencia con la que se sopla una afeitadora. Sin llantos ni oraciones.
Q. E. P. D.
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