Por Guillermo Sullings
Existen estados emocionales pasajeros y otros más duraderos. Por lo general, tanto la exaltada alegría al recibir una buena noticia, como el terrible pesar al recibir una muy mala, son emociones fuertes que se diluyen con cierta rapidez. Por el contrario, la nostalgia, la tristeza autocompasiva, el nihilismo y el resentimiento, pueden instalarse por períodos más prolongados, y a veces teñir toda nuestra conducta durante mucho tiempo, al punto tal de pasar a formar parte de nuestra personalidad. Hay entre estos últimos, algunos casos casi patológicos muy notorios, claramente observables; pero la mayoría, por ser más sutiles y generalizados, pasan a formar parte de las conductas socialmente aceptadas.
“Aquello que se perdió, y ya nunca volverá...”, pareciera justificar con lógica fatalista, la tristeza crónica de quien se empantana en ese sentimiento, tal vez en la búsqueda de la conmiseración de un interlocutor externo, real o imaginario.
“Aquello a lo que aspiraba y ya no podrá ser...”, inmutable realidad que pareciera justificar la desesperanza y el derrotismo.
“El mundo me ha endurecido, con tanta injusticia y sufrimiento...”, motivos más que suficientes para alimentar la llama del rencor, el prejuicio y el nihilismo.
Tomándonos la libertad de incluir bajo el término resentimiento, no solo al rencor, sino a todos estos sentimientos negativos que se instalan y se re-sienten permanentemente, podemos decir que, precisamente una de las puertas de la trampa del resentimiento, es la lógica aparente de lo que se siente, justificándolo por lo que ha ocurrido en el pasado. Desde luego que es una lógica con gran dosis de autoengaño.
Dario Ergas, humanista chileno, en su libro “El Sentido del Sinsentido”, refiriéndose a la lógica del resentimiento dice: “¡Qué real se nos aparece el resentimiento! ¡Qué lógica tan irrefutable justifica nuestro discurso! ¡Qué evidente es la injusticia cometida con nosotros, la violencia a que fuimos sometidos, el miserable engaño con el que se nos encantó! ¡La muerte nos sorprendió como accidente sin misericordia! ¡Cuánta lógica hay en ese razonamiento por el cual estamos resentidos! Es hasta correcto. Extraño sería lo contrario. Es evidente que se me perjudicó. Es evidente que eso condicionó mi vida. Ni siquiera he tomado venganza, o tal vez si…Hay un solo detalle. Sufro.”
Seguramente que es ese sufrimiento, (o la perturbación que mencionaba Krishnamurti), lo que debiera motivarnos a salir de ese estado. Pero no es tan sencillo al parecer. Porque cuando uno se quema con fuego, retira la mano y a futuro toma precauciones para no quemarse. Pero el resentimiento parece retenernos con un formidable magnetismo. Entonces, o bien estamos anestesiando ese sufrimiento por lo cual no se hace evidente, o bien lo sentimos pero no se lo adjudicamos al resentimiento. O tal vez ambas cosas.
Ya que pusimos el ejemplo del dolor corporal, donde el reflejo hace que nos alejemos de la fuente del dolor, también tenemos ejemplos donde no está tan clara la fuente del dolor, y por lo tanto no nos alejamos de ella, y hasta a veces nos acercamos más. Cuando ingerimos ciertos alimentos sabrosos en exceso, es obvio que no nos causan malestar en la boca ni en la lengua como para rechazarlos, sino todo lo contrario. Claro que luego como consecuencia nos puede doler la cabeza por una afección hepática; y ese dolor sí que lo queremos rechazar infructuosamente, tomándonos la cabeza o maldiciendo. Y hasta que un médico no nos explica la relación entre lo que comemos y el dolor de cabeza, seguramente que no podremos resolver el problema.
Algo parecido ocurre con el resentimiento, no siempre se nos evidencia que cierto tipo de sufrimiento tiene su raíz en él. Y peor aún si ese sufrimiento producido por el resentimiento, se va anestesiando y metamorfoseando con conductas compensatorias, en las que el resentido encuentra un modo de autoafirmarse en roles en los que se siente seguro de sí mismo y superior a los demás, y hasta se siente valorado en cierto entorno social adecuado a sus roles.
Algunos seres brutales, al resentirse, se autoafirman en la “guapeza” y ostentan la violencia física como un factor de prestigio.
El débil resentido se autoafirma en sus “talentos” y degrada a los que “no están a su altura”, ejerciendo violencia sicológica.
El frustrado resentido se autoafirma en su nihilismo, asumiendo que todo aquel que cree en algo es un ingenuo, y así en un mundo de idiotas, él se siente exitoso por contraste.
Desde luego que, tal como expresa Dario Ergas, “…ese malestar sufriente se anestesia, pero también se anestesia el futuro y la motivación de hacer en el mundo”. Y eso en algún momento puede provocar una crisis, y allí puede haber una oportunidad de cambio.
Claro que para que exista esa posibilidad de cambio, habrá que comprender que la raíz de tal crisis está en el resentimiento, y a veces no es tan sencillo desmontar el andamiaje de las creencias. Como ya hemos visto, la trampa del resentimiento tiene una primer puerta que hay que atravesar para salir, que es la de la supuesta lógica entre “lo que los demás me hacen y lo que a mi me pasa”.
El ácido del rencor no corroe a ese odiado enemigo, sino el interior de quien odia.
El nihilismo apaga las esperanzas del escéptico, pero no detiene a los supuestos culpables de sus frustraciones.
Se trata de comprender que el resentimiento es un acto de uno mismo contra uno mismo, que genera sufrimiento .
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