Comprendes, creo, el gozo de entrar en un país extraño a través de un libro; en casa, cuando he cerrado la puerta y la ciudad duerme, y sé que nada, ni siquiera el alba puede turbarme, solamente el lento desmoronamiento de las ascuas en el fuego: se ponen muy rojas y proyectan destellos espléndidos en el Hipnos y los objetos de latón.
Y es delicioso también cuando has estado vagando durante horas por el bosque con Perceval, y abrir la puerta y mirar el sol que brilla entre las brumas del valle.
¿Por qúé no le gustarán a uno las cosas si hay gente cerca? ¿Por qué no pude uno dar vida a sus libros más que de noche, tras horas de tensión?
Si consigues el libro adecuado en el momento preciso, saboreas gozos, no sólo corporales, físicos, sino también espirituales, que superan y van más allá y están por encima del miserable yo, como si atravesaran un gran espacio, siguiendo la luz del pensamiento de otro hombre. Y jamás vuelves a ser el mismo, nunca. Has olvidado un poquito, o más bien lo has eliminado con un poco de inspiración de lo que es inmortal en alguien que te ha precedido.
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