miércoles, 14 de mayo de 2008

10 años

Diez años sin su voz parecen demasiados. A decir verdad, cuando aparecieron Duets y Duets II, sus últimos discos –más un homenaje de artistas nuevos y consagrados destinado a venerar su enorme figura que manifestaciones artísticas de real valía–, ya Frank Sinatra era un recuerdo, la viva representación de que también lo extraordinario podía morir. Algo que efectivamente sucedió el 14 de mayo de 1998, y que dejó al mundo un poco inmóvil, detenido allí donde estaba para observar lo importante que había sido ese hombre para la vida de un siglo que también se terminaba.
Habían pasado ochenta y dos años desde que el pequeño Francis Albert había asomado su nariz en Hoboken, Nueva Jersey. Algo patotero, ejerció muchos trabajos hasta que descubrió que podía cantar, y bien. Ya a los 27 años era novio de Nancy Barbato (luego madre de sus hijos Nancy y Frank) y soñaba con ser alguien en el mundo de la música, presentándose en la radio, donde se encontró por primera vez con eso llamado popularidad. En los años siguientes pasó por las orquestas de Harry Arden, Harry James y Tommy Dorsey, lugares en los que aprendió cuestiones musicales y de las otras. Pero hacia 1942 era ya una estrella, el sueño de toda mujer norteamericana.
Conviene hacer aquí un paréntesis para consignar lo difícil que es hacer un trazado puramente musical de una personalidad compleja como la de Sinatra, que no sólo fue uno de los más grandes cantantes de la historia sino que se las arregló para:
a) ser amigo de John Kennedy y del mafioso Sam Giancana a la vez
b) casarse con Ava Gardner, ni más ni menos
c) enfrentar el secuestro de su hijo Frank Jr. en 1963
d) crear el célebre Clan Sinatra o Rat Pack (una especie de pandilla de dandies en la que estaban Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford y Joey Bishop
e) dejar de cantar cinco años
f) volver y triunfar.
Cuestiones que, es verdad, poco tienen que ver con los micrófonos, las orquestas o los escenarios, pero que resumen lo abarcativos que suelen ser los grandes artistas. Y vaya si Sinatra lo era.Si un cantante es llamado “La Voz”, ¿qué más puede pedir? Si graba para los más grandes sellos discográficos (Columbia, Capitol, Reprise), es acompañado por los mejores arregladores (Nelson Riddle, Gordon Jenkins, Neal Hefti, Billy May, Don Costa, Quincy Jones) e interpreta las más altas cumbres del american songbook (desde los Gershwin hasta Cole Porter, pasando por Rodgers & Hart y Cohen & Van Heusen) sin correrle el oído a lo que sonaba en ese momento, viniera de donde viniera (canciones de George Harrison y Stevie Wonder; temas como A mi manera o New York New York, cantados cuando había que cantarlos), entonces se está hablando de alguien que se preocupaba por mucho más que por lo que salía de su boca.
Probablemente –y como sucedió a fines de los 50, cuando se fue de Capitol para fundar Reprise, su propio sello discográfico–, Sinatra se mostrara como un divo caprichoso que aspiraba a manejar todos los aspectos de su carrera, pero basta con mirar algunos de los especiales que hizo para TV llamados A Man and His Music para comprender la estatura de su arte.Cantante integral, de esos que no pueden explicarse sólo con decir que son barítonos y jamás desafinan, Sinatra se preocupaba por los acentos y las frases, respetando la musicalidad de todo lo que interpretaba sin jamás hacer gala de su voz –cosa que, por otra parte, podría haber hecho sin esforzarse–.
Es muy difícil encontrar en él alardes vocales o floreos innecesarios, y a cada década transitada por su voz le fue imprimiendo el sello de la hora: fue cantante de jazz, de swing, de big band, y de baladas en el sentido más romántico. Su variedad de recursos era enorme, pero la usó con economía. Esa combinación lo hizo único.Cuando bajó a América del Sur, en 1981, a los 65 años, con casi 50 discos grabados y la leyenda a cuestas, metió 175 mil personas en el Maracaná de Río de Janeiro, y llenó el Luna Park, en lo que fue un concierto muy marcado por las circunstancias. Sin embargo, el vago recuerdo trae a un hombre solo en el escenario, con la orquesta fuera del campo visual, su micrófono dorado y la más maravillosa voz que el oído humano haya escuchado.

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