La política es el primer desaparecido de la democracia. Lo reemplazó el engaño y el arreglo y, como lo llaman política, pretenden que no nos demos cuenta.
La historia empezó en 1983, cuando la democracia era lo más deseado por tantos millones de argentinos. Entonces, un candidato podía decir que “con la democracia se come, se cura y se educa”. Y todos le creían. La democracia equivalía a justicia social, a vida digna.
La historia empezó en 1983, cuando la democracia era lo más deseado por tantos millones de argentinos. Entonces, un candidato podía decir que “con la democracia se come, se cura y se educa”. Y todos le creían. La democracia equivalía a justicia social, a vida digna.
La política era, entonces, el instrumento para acceder a esas delicias.
Pero, desde entonces, la democracia argentina consiguió un logro inesperado: convencernos de que la política es lo más repugnante. Los políticos nos vendieron que la política es lo que ellos hacen en pasillos oscuros y que el poder se usa para conservar el poder. Y se ganaron el repudio más masivo.
Ahora hay pocas certezas pero algunas son fuertes. Nada más homogéneo en la sociedad argentina actual que el rechazo de los políticos: lo lograron.
Según las encuestas, en 1991 aparece el quiebre del comportamiento tradicional de participación electoral, es un momento en que la ciudadanía podía hacer un balance de la participación de los dos grandes partidos en la gestión democrática del poder… y empezó a votar cada vez menos.
Me parece muy significativo que el fin de la ilusión democrática haya empezado ahí. Fueron las primeras elecciones que ganó un candidato que acababa de hacer exactamente lo contrario de lo que había prometido: la famosa revolución productiva y el salariazo de la campaña de 1989.
Pero, desde entonces, la democracia argentina consiguió un logro inesperado: convencernos de que la política es lo más repugnante. Los políticos nos vendieron que la política es lo que ellos hacen en pasillos oscuros y que el poder se usa para conservar el poder. Y se ganaron el repudio más masivo.
Ahora hay pocas certezas pero algunas son fuertes. Nada más homogéneo en la sociedad argentina actual que el rechazo de los políticos: lo lograron.
Según las encuestas, en 1991 aparece el quiebre del comportamiento tradicional de participación electoral, es un momento en que la ciudadanía podía hacer un balance de la participación de los dos grandes partidos en la gestión democrática del poder… y empezó a votar cada vez menos.
Me parece muy significativo que el fin de la ilusión democrática haya empezado ahí. Fueron las primeras elecciones que ganó un candidato que acababa de hacer exactamente lo contrario de lo que había prometido: la famosa revolución productiva y el salariazo de la campaña de 1989.
Yo recuerdo la desazón que me produjo que lo votaran pese a sus engaños. Pero ahora veo que el feed-back de esos engaños (para quienes lo tuvieron) no se tradujo en votar a otro: consistió en no votar, en descreer del mecanismo. Y es doblemente curioso que haya empezado con Menem. Él solía decir, en su primera campaña, que era “nesario” llevar a cabo un proceso definitivo de desideologización.
Su desideologización ocupa un lugar complementario a la despolitización y desindicalización forzosas de los militares. Las tres eran necesarias para permitir los cambios que querían hacer. Con una ideología fuerte, aglutinadora (como con estructuras políticas o sindicales poderosas), el descontento social que produjeron esos cambios habría tenido canales más claros y eficaces para manifestarse. Me parece que, para hacer lo que hizo, Menem necesitaba cargarse la credibilidad de la democracia y crear ese estado confuso en el que todo era posible, toda trasgresión, todo adentro y afuera, en el que no había más límites porque, entre otras cosas, ninguna ideología permitiría dónde situarse.
Su desideologización ocupa un lugar complementario a la despolitización y desindicalización forzosas de los militares. Las tres eran necesarias para permitir los cambios que querían hacer. Con una ideología fuerte, aglutinadora (como con estructuras políticas o sindicales poderosas), el descontento social que produjeron esos cambios habría tenido canales más claros y eficaces para manifestarse. Me parece que, para hacer lo que hizo, Menem necesitaba cargarse la credibilidad de la democracia y crear ese estado confuso en el que todo era posible, toda trasgresión, todo adentro y afuera, en el que no había más límites porque, entre otras cosas, ninguna ideología permitiría dónde situarse.
Ésa fue una desideologización, y le salió muy bien. Le terminó cayendo sobre la calva, pero muy a la larga, cuando ya había hecho todo el trabajo sucio.
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