No caben dudas: Sandro fue el primer cantante popular que logró traspasar las barreras de los prejuicios y las etiquetas peyorativas. Así de simple. ¿De qué otra manera explicar la impensada pirueta en el aire que dio en a principios de los años noventa, cuando pasó de ser “grasa” a ser prácticamente “cool”?
En un país signado por lo “in” y lo “out” de Landrú, Sandro experimentó una suerte de reconocimiento y revalorización por parte de la nueva generación “sónica” del rock, con elogios por parte de figuras en ascenso como Adrián Dargelos, de Babasónicos.
El año clave fue 1993, cuando llenó 18 veces el teatro Gran Rex con su espectáculo “30 años de magia” y empezó a utilizar la célebre bata roja. El público, por primera vez en forma notoria e imposible de disimular, no estaba conformado exclusivamente por sus eternas “nenas”, sino que había padres con hijos, abuelas con nietas y una presencia de figuras de la farándula y la televisión que apenas habían nacido cuando él editaba Sandro de América.
La leyenda lo precedía, sus películas se pasaban en cable y ya no con nostalgia, sino con atractivo kitsch. Los rockeros lo citaban y hablaban de su álbum Beat latino como una gema olvidada, comparable a las obras de los pioneros del rock nacional. El Gitano, sin proponérselo, había logrado lo más difícil de todo: tener prestigio, reconocimiento y admiración en todos los frentes.
En las notas podía hablar de Tanguito o del Madison Square Garden. Sus anécdotas eran siempre asombrosas y la gente, una vez más, caía rendida a sus pies.
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