lunes, 15 de junio de 2009

DIARIO INTERIOR DE RENÉ FAVALORO, de Carlos Penelas


Uno de los emblemas de Favaloro es ofrecerse como una suerte de arquetipo, de manual del combatiente contra la dominación simbólica. Pero lo ejercía muy cercano al poder. Allí su lucha, su contradicción, su deseo de destrucción y de hacer, de acusar y de acción, de rodearse en el mismo poder, donde los hombres manipulan las estructuras cognitivas. No resulta nada fácil –en verdad es imposible– enseñar técnicas o normas o lecturas en el ámbito prostibulario. Quiso desenmascarar sin los espacios históricos necesarios. Por eso reúne la provocación para tornar visible aquello que sólo la intuición o el conocimiento permite presentir. Por eso queda solo. Sus allegados más próximos en los que él confiaba les interesaban el bienestar, el stablishment, el poder. Trágicamente construyeron lo contrario, las sumisiones y los conformismos ordinarios. Descubre entre sus allegados, sobre el final más que nunca, el oportunismo de cada uno de ellos. Siente que todo puede simularse –él no escapa a esta situación– incluso el vanguardismo y la trasgresión. Los científicos y médicos que René Favaloro parodia en sus breves y hondas confesiones son el conformismo del anticonformismo, el academicismo del antiacademicismo. Siente y mastica la astucia, la perversidad, la envidia. Detecta que introducen a sus espaldas trucos cínicos. Y entonces denuncia los beneficios intelectuales ligados a los mecanismos de la economía, del poder social, de la representación, de los intercambios. Pero él es eje de esa perspectiva dentro de un universo que se parece mucho a lo que desea destruir. Lo notable, ahora sí, lo dramático, es que es un médico a la antigua, formado a la antigua, que se siente amenazado por los nuevos tiempos, por la nueva corrupción e hipocresía cotidiana. Siente que sus colegas son la encarnación de la sumisión al mercado que él mismo impulsó. Por eso denosta a burócratas, presidentes de pacotilla, sellos de goma de institutos sumisos y entregados al negocio sucio y vil. En esa batalla descubre poco a poco que él mismo es parte de esa coyuntura histórica. Intentando revelar, develar y desenmascarar al otro se descubre en el espejo.

Nuestro problema es cultural y ético. Es el sistema el que no da más. Todo se agotó. La creatividad para enfrentar a la crisis. Siempre admiré en él su energía ejecutoria. Desconfiaba del despotismo burocrático, no tenía confianza en la gestión de los gobiernos. Buscaba hombres ideales, a su medida, a su esfuerzo. Por eso su afecto por los agricultores, los chacareros. No por los representantes de las sociedades que planifican el robo y el saqueo. A los seres humildes, desdichados. Recuerdo esta frase de Goethe: “Dos viajeros que parten de puntos alejados, se encaminan a igual destino y se encuentran a media jornada, suelen acompañarse mejor que si hubieran comenzado juntos el viaje.”

Teofrasto adquirió la maledicencia como una inclinación, como una enfermedad del alma. Siempre hay erostratismo en el maldiciente. La sencillez del doctor Favaloro nos llena de asombro. Cientos de ejemplos vienen a mi memoria. El trato, el saludo, sus hábitos de comida, sus gustos, todo, absolutamente todo elevaban su espíritu. Me gustaba observar su mirada ante ciertos caballeros normandos con sobretodos de piel de camello o damas devotas con vestidos de Versace.

Don Quijote aconsejaba a Sancho, que iba a gobernar la ínsula, que llevara las uñas cortas. Favaloro quiso introducir la asepsia en lo político, en lo social. Quería enseñar a sus pares y a los hombres públicos a que tuvieran manos limpias. Tengo sobre mi escritorio, en mi casa, un libro que en abril de 1997 retiró de su biblioteca y me lo dedicó. Es La creación del mundo moral, de Agustín García. La introducción está escrita por Joaquín V. González.

Mandar entraña el riesgo de tener que expiar por su mandato. Zaratustra se pregunta “qué es lo que induce a lo viviente a obedecer y a mandar”, pero en la última línea de la interrogación “y a ejercer obediencia incluso cuando manda”. J. Lorite Mena en Fundamentos de antropología filosófica (Alianza Editorial, Madrid, 1982) señala que “todas las negaciones de la diferencia tienen un origen común: el deseo de poder que se opone al principio de realidad”.
El juego de mandar y obedecer anida en el núcleo mismo de la vida que se supera a sí misma y que en esa superación “se inmola a sí misma ¡por el poder!”.


No eres tú, muerte grave, ave de plumas férreas,
la que el pobre heredero de las habitaciones
llevaba entre alimentos apresurados, bajo la piel vacía:
era algo, un pobre pétalo de cuerda exterminada:
un átomo del pecho que no vino al combate
o el áspero rocío que no cayó en la frente.
Era lo que no pudo renacer, un pedazo
de la pequeña muerte sin paz ni territorio:
un hueso, una campana que morían en él.
Yo levanté las vendas del yodo, hundí las manos
en los pobres dolores que mataban la muerte,
y no encontré en la herida sino una racha fría
que entraba por los vagos intersticios del alma.
Pablo Neruda

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