Estimado Favalli, disculpe que me dirija a usted en estos términos formales pero durante los años que lo frecuenté cada miércoles –aunque usted no me conoce– nunca supe más que su apellido. Y éramos muchos los pibes que seguíamos sus idas y venidas junto a Juan, Franco, Mosca y el resto, bajo la muda nevada en blanco y negro, dibujada por Solano en el Hora Cero Semanal.
Desde entonces, nadie puede sentarse a jugar un truco de cuatro a la noche en la Argentina sin mirar de reojo a la ventana, a la espera de que pase o que no vuelva a pasar lo que pasó.
Nadie puede cruzar la General Paz viniendo por Maipú sin esperar que asomen las antenitas de los cascarudos en el terraplén, tiemble el suelo de Plaza Italia con la llegada de los gurbos, nos espere el mano tenebroso en la glorieta iluminada de Barrancas.
Para nosotros, profesor, usted era simplemente Favalli, ese gordo serio y un poco cabrón con pulóver de cuello alto y anteojos gruesos que siempre sabía –y en eso resultaba un poco hinchapelotas– lo que pasaba, por qué pasaba y lo que había que hacer en cada caso.
Y si no tenía razón, al menos tenía una teoría razonable, una versión de la vida que no incluía los consejos del miedo ni el cálculo mezquino. Claro que, a veces, con eso no alcanzaba.
Me acuerdo, justamente, cuando estaban refugiados en la casa, amargados de pelear a los tiros con vecinos envidiosos, y su diagnóstico fue que se venía la ley de la selva –el todos contra todos– y que sólo cabía tomárselas a un valle aislado en Mendoza o la loma del carajo para empezar de nuevo, desde cero.
Era el fin de la Historia, si se quiere.
Y fue entonces, ingeniero, que les golpearon a la puerta del chalet y esa vez no fue para matarlos ni quitarles lo poco o mucho –los bienes y saberes– que tenían sino para contarles, simplemente,
que la Historia –como siempre– continúa, que había una invasión, no una desgracia, y que había que luchar, sin ir más lejos.
Y ahí le digo, profesor, que usted supo adaptarse a la nueva situación –al nuevo escenario dirían hoy– e incluso a la nueva ideología. Que al salir a la calle aprendió de los que hacían y se sumó a una pelea que no tenía prevista en los papeles. Quiero decir –y perdóneme, Favalli– que fue más allá de sus libros y su clase, y se puso del lado que debía.
Tal vez por eso, ingeniero, el costo pagado fue tan alto.
La última vez que lo vimos –no incluyo aquella aparición en la vereda del final circular que inventó Oesterheld– la imagen fue atroz. Marchaba junto a Franco, un arma en la mano y el control en la nuca: hombre robot con la mirada y el alma perdidas en un descampado del Gran Buenos Aires que si no era José León Suárez tenía una tristeza parecida.
Así, viejo Favalli, si le escribo ahora, precisamente en estos días de saludable pelea, es para decir que lo extrañamos. Todos, hasta los pibes que lo conocieron hace poco, ladero gordo, sabihondo amargo, junto al famoso Eternauta, extrañamos su gesto, su convicción a la hora de elegir de qué lado ponerse, para qué usar lo que se sabe cuando uno sale o lo arrastran a la calle, a la Historia, a la arena política, que le dicen.
Parece que ya no vienen así, los ingenieros.
En fin, gordo querido –y disculpe esta confianza tal vez desubicada– espero que esté bien y acompañado de los suyos que son nuestros: los compañeros del truco y de la lucha, los vivos y los muertos de papel y carne y hueso. Acá, como sabrá, la lucha continúa.
Un abrazo
Sasturain, su amigo viejo.
Desde entonces, nadie puede sentarse a jugar un truco de cuatro a la noche en la Argentina sin mirar de reojo a la ventana, a la espera de que pase o que no vuelva a pasar lo que pasó.
Nadie puede cruzar la General Paz viniendo por Maipú sin esperar que asomen las antenitas de los cascarudos en el terraplén, tiemble el suelo de Plaza Italia con la llegada de los gurbos, nos espere el mano tenebroso en la glorieta iluminada de Barrancas.
Para nosotros, profesor, usted era simplemente Favalli, ese gordo serio y un poco cabrón con pulóver de cuello alto y anteojos gruesos que siempre sabía –y en eso resultaba un poco hinchapelotas– lo que pasaba, por qué pasaba y lo que había que hacer en cada caso.
Y si no tenía razón, al menos tenía una teoría razonable, una versión de la vida que no incluía los consejos del miedo ni el cálculo mezquino. Claro que, a veces, con eso no alcanzaba.
Me acuerdo, justamente, cuando estaban refugiados en la casa, amargados de pelear a los tiros con vecinos envidiosos, y su diagnóstico fue que se venía la ley de la selva –el todos contra todos– y que sólo cabía tomárselas a un valle aislado en Mendoza o la loma del carajo para empezar de nuevo, desde cero.
Era el fin de la Historia, si se quiere.
Y fue entonces, ingeniero, que les golpearon a la puerta del chalet y esa vez no fue para matarlos ni quitarles lo poco o mucho –los bienes y saberes– que tenían sino para contarles, simplemente,
que la Historia –como siempre– continúa, que había una invasión, no una desgracia, y que había que luchar, sin ir más lejos.
Y ahí le digo, profesor, que usted supo adaptarse a la nueva situación –al nuevo escenario dirían hoy– e incluso a la nueva ideología. Que al salir a la calle aprendió de los que hacían y se sumó a una pelea que no tenía prevista en los papeles. Quiero decir –y perdóneme, Favalli– que fue más allá de sus libros y su clase, y se puso del lado que debía.
Tal vez por eso, ingeniero, el costo pagado fue tan alto.
La última vez que lo vimos –no incluyo aquella aparición en la vereda del final circular que inventó Oesterheld– la imagen fue atroz. Marchaba junto a Franco, un arma en la mano y el control en la nuca: hombre robot con la mirada y el alma perdidas en un descampado del Gran Buenos Aires que si no era José León Suárez tenía una tristeza parecida.
Así, viejo Favalli, si le escribo ahora, precisamente en estos días de saludable pelea, es para decir que lo extrañamos. Todos, hasta los pibes que lo conocieron hace poco, ladero gordo, sabihondo amargo, junto al famoso Eternauta, extrañamos su gesto, su convicción a la hora de elegir de qué lado ponerse, para qué usar lo que se sabe cuando uno sale o lo arrastran a la calle, a la Historia, a la arena política, que le dicen.
Parece que ya no vienen así, los ingenieros.
En fin, gordo querido –y disculpe esta confianza tal vez desubicada– espero que esté bien y acompañado de los suyos que son nuestros: los compañeros del truco y de la lucha, los vivos y los muertos de papel y carne y hueso. Acá, como sabrá, la lucha continúa.
Un abrazo
Sasturain, su amigo viejo.
1 comentario:
Mirense esto:
Son tan descarados los de la elite que mandan a un premio nobel de economia a pedir una invasion extraterrestre... encima no es joda, aparece colgado el video cuando lo anuncia en CNN...
no tienen cara! ya practicamente ni lo disimulan! es mas lo anuncian como quien dice: "una nevada este año atraeria mas turismo y reactivaria la economia".
Juro que no salgo aun de mi asombro, esots tipos perdieron tanto el rumbo que estan convencidisimos que el mundo es idiota y ellos los unicos piolas a tal punto que cuentan sus planes en nustras caras pensando que ni nos vamos a dar cuanta que todo esto sera un 11/9 multiplicado por 100...
http://ovnisultimahora.blogspot.com/2011/08/premio-nobel-de-economia-pide.html
CARADURAS!!!!
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