sábado, 27 de agosto de 2011

S U P E R 8


Por Miguel A. Refoyo
El pasado tiene una carga importante en nuestras vidas y todo lo que recuerde aquellos retazos escondidos en la memoria espolean la juventud para despertar una fantasía hacinada en la nostalgia. Tal vez por eso, ‘Super 8’ se aproveche de todo aquel concepto de ‘blockbuster’ que originaron Steven Spielberg y George Lucas, con un imaginario colectivo al alcance de todos los espectadores, una forma escapista y diferente de entender el cine de entretenimiento que germinaron Lucas Ltd. y, sobre todo, la Amblin Entertaiment de Spielberg, verdadera fábrica de sueños infantiles que se erigió con el secreto y la receta de un prototipo de cine capacitado para vincular afinidades e inquietudes a través de la infalibilidad de sus aventuras, fantasía y diversión. Los 80 daban sus primeros coletazos y el cine apadrinado por el “Rey Midas” era sinónimo de calidad, de cine familiar aderezado con efectos especiales donde se exigía una tarifa de comedia e imaginación que no traicionaba las expectativas.
‘Super 8’, la tercera película de J.J. Abrams, responde a ésa motivación sentimental, que no contextualiza su nostalgia tanto en el pasado como en los designios del cine actual que mira con tristeza a lo que fue el cine comercial, sin perder su relatividad y entendiendo las licencias para que todo resulte reconocible en función de su ofrenda. Que se sitúe en 1979 en vez del presente convulso en el que vivimos responde, en gran medida, a una intención de evocación que se extiende a través del vestuario, de la estética, de la puesta en escena, pero a la vez requiere de esta añoranza cinematográfica con el objetivo de obtener sus metas como narración sin perder la voz propia de su tiempo, donde el ente televisivo ha absorbido lo mejor del cine para recomponer su discurso dentro del panorama cinematográfico.
Es decir, por un lado tenemos ese ineludible factor de la memoria y del homenaje al cine de Spielberg, pero por otro, también, la capacidad de Abrams para encauzar su historia con la personalidad necesaria sin traicionar su estilo. Muestra de ello es el fascinante arranque del filme, con ese digitalizado accidente ferroviario que desencadena el acontecimiento misterioso, pero también en la fuerza con la que presentan sus personajes y el hechizo que despiertan sus imágenes a lo largo del desarrollo de la trama.


Abrams es consciente de la dificultad que entraña este tributo sentimental que venera a un director en concreto, pero también a una estirpe de producciones con un sello distintivo al que recurre con total sutileza, siendo capaz de mezclar más referencias fílmicas sin que el público se dé cuenta. Una historia que acude a aquellos entornos suburbiales, urbanos y familiares perdidos de los 80, donde las bicicletas se inmiscuían con los coches en sus tranquilas carreteras. La infancia marca la pauta y el trasfondo iniciático en el que los traumas deben ser superados, el amor asumido con valentía ante la adversidad y la amistad reforzada con el conocimiento de compartir las trabas con sensatez y lógica por mucho que se imponga el enamoramiento de la misma chica. Y entretanto, el impacto de un suceso extraordinario que aviva la emoción y la incertidumbre dentro de la rutina de sus protagonistas.
‘Super 8’ se adentra así en un ‘mcguffin’ entre soldados del ejército y una extraña presencia invisible y peligrosa fundamentada en la rúbrica identificativa de aquel cine de Spielberg, el mismo que abordaba la superación y aceptación de una pérdida, la renuncia de afectaciones emocionales y la búsqueda de un nuevo camino con la elección de unos valores que reivindican la grandeza de la vida y la aventura.
Abrams esgrime la inocencia como cristal traslúcido a la hora de entender la emoción y el cine que, en este caso, tal vez esté más enfocado a una generación concreta, la de los 70 y principios de los 80, que a las posteriores o la infancia que hoy, que engulle producciones saturadas de efectos especiales, ‘remakes’ y adaptaciones de cómics. Despojada de infantilismo, pero con una entidad privilegiada a la hora de convulsionar dentro de sus parámetros de dedicatoria, ‘Super 8’ se transforma en un producto de sinceridad que rememora un estilo perdido, una esencia retrospectiva formulada en una forma de crear espectáculo que, si bien no puede dejar de evidenciar su condición actual, sí introduce en su atributo de reminiscencias una serie de implicaciones y postulados fílmicos, argumentales y visuales, como por ejemplo la utilización de las ‘lens flares’ en muchas de sus secuencias nocturnas.


Existen puntos en común del hálito ‘spielbergiano’ de antaño, como la de la ausencia de la figura maternal (Joe y Alice, respectivamente –aunque en el cine del Rey Midas evocara la pérdida del padre-), donde la relación está distanciada y rota con los padres por la incomunicación o guiños evidentes a algunos de los títulos dirigidos y producidos por el preceptor del proyecto, como el cobertizo y las linternas de ‘E.T. El extraterrestre’, así como la amenaza del ejército en las vidas de los habitantes del pueblo mucho más nocivas que el propio alien que parece ir sembrando el pánico, las consignas de hazañas veraniegas de ‘Los Goonies’, aires de ‘Encuentros en la tercera fase’, ‘Tiburón’, ‘Parque Jurásico’ e incluso ‘La guerra de los Mundos’.
Nadie va a descubrir a estas alturas la perspicacia de Abrams con la cámara, de continuo movimiento, la trepidante acción y agilidad con la que plantea la emoción, el reto de hacer llorar a la vez que traza el suspense y la ciencia ficción, donde la aventura responde a aquélla máxima olvidada de que todo lo que sucede, aunque esté envuelto en catástrofe y peligro, hay que vivirlo como una experiencia inolvidable.
‘Super 8’ recupera el espíritu de aquélla época, con lugares comunes, con los defectos y virtudes que esconde esa mirada infantil que traiciona las órdenes guionísticas establecidas (cayendo en alguna licencia antojadiza) para imponer un grado de libertad máximo hacia una historia sin condicionantes que se escuda en la candidez de cada plano, en su actitud global, para legitimar esa narrativa hacia entornos conocidos que nos entrega una realidad manifiesta en el sentido del filme: el de aquéllas películas que nunca volverán. Y lo hace sin evitar la fantasmagoría de su reducto televisivo tan influenciado por ‘Lost’ y su constante tendencia a ocultar y velar el monstruo extraterrestre para utilizarlo como excusa engañosa y metafórica dentro de un argumento que plantea otro tipo de conflictos más allá del cine fantástico.


‘Super 8’ no es más un acto delimitado a la reivindicación de ciertos ritos cinéfilos esgrimiendo el concepto de deuda con referencias retro y nostálgicas, que vinculan al niño y cineasta que comparten Abrams y Spielberg. De ahí, que los pequeños protagonistas vivan el cine de una forma categórica en un momento de sus vidas tan fundamental como es la adolescencia, a través del rodaje de una cinta de zombies realizada con pocos medios, pero con la ilusión de narrar visualmente una historia más allá de los condicionantes y obstáculos.
Pese a ser un filme mejor esbozado que resuelto y sin llegar a ser una obra maestra que ha dividido al público al que va dirigida (básicamente porque las expectativas son demasiado altas), ‘Super 8’ se puede considerar como una obra diferente, sin complejos cuando se trata de reconocer su fanatismo visual, como forma de ver y sentir el cine. Una obra que se postula como la representación imposible de lo que será una mítica película veraniega que, por si fuera poco, se sitúa muy por encima de cualquier película estrenada en 2011 y que tiene tantas virtudes que es imposible no caer rendido ante sus pies; empezando por ese soberbio elenco infantil donde resplandece Elle Fanning y la candidez de Joel Courtney, Riley Griffiths o Ryan Lee y la sobrecogedora partitura de Michael Giaccino que se ha dejado imbuir por la magia incidental de John Williams.
‘Super 8’ se convierte en una mezcla inspirada que no oculta su deuda con Spielberg y que sufraga esa imposible asignación a los que aman la imperfección de un cine que ya no se hace y aquel fondo optimista y esperanzador que confluyen en una película veraniega como esta. Eso sí, Abrams no es el Maestro. Ni pretende serlo. ‘Super 8’ no se puede ni debe comparar con aquella estela de filmes de cariz infantil sobre cuestiones más trascendentes y de las que Abrams bebe continuamente, sino que esa magia idealizada simboliza una oda de cariño hacia todo ello.

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