No es difícil imaginar entonces, a raíz de los problemas económicos y financieros que se van acumulando a ritmo cada vez más veloz, el comienzo de la era de la desglobalización. Probablemente se trate de un mundo en el que, al empuje de recesiones económicas, los países intenten exportar unos a otros, renazcan barreras comerciales, regulaciones y controles al movimiento de divisas y capitales. Como se ve, algo bastante alejado del Nuevo Orden Mundial deseado por la élite. Obviamente, a ese punto no se llega por un camino de éxitos económicos sino de fracasos. Por necesidad pura. Pero ello ha sido motivado por el persistente error —tremendo error— de persistir en la senda de la globalización, cuando hace años ya ha comenzado a brindar amargos frutos de empobrecimiento general, desempleo y excesos empresariales y financieros de todo tipo.
Valdría la comparación con los muchos planes de estabilización en una variada gama de países. Durante un cierto tiempo ellos brindan éxitos económicos. Cuando se insistió en prolongar su existencia, sólo se logró caer en crisis económicas y sociales mucho más profundas que las que había antes de su implementación. Y era esperable. Ningún país —y mucho menos el mundo en su conjunto— funciona en un solo sentido todo el tiempo.
Si seguimos esta línea de pensamiento, es fácil comprender que más tarde o más temprano, la élite ha perdido la partida. La ha perdido de antemano, paradójicamente por aplicar al exceso los mecanismos financieros aún imperantes en WallStreet. Es como si un malabarista, de tanto practicar sus trucos, y conocerlos cada vez mejor, decide incrementar cada vez más la cantidad de palotes que usa en su ejercicio. Y para peor, cada vez a mayor ritmo. El juego no puede durar para siempre. El riesgo es cada vez mayor, y llega un momento en que el juego no puede ser dominado por el malabarista, que se transforma de fácil dominante de su juego en esclavo de él. Algo por el estilo parece que ha comenzado a ocurrir hace ya algunos años Sin embargo, sólo unos pocos analistas, en relación con el típico "coro" de voces que únicamente pronostican las crisis cuando ellas ya están ocurriendo, han percibido que la situación económica y financiera internacional se ha vuelto, silenciosamente, alarmante.
Si además introducimos el muy grave problema energético que señalamos en la primera parte de esta obra, que explica el afán de invadir Irak contra viento y marea, y que se silencia habitualmente por temor a fuertes presiones sociales para acelerar cambios tecnológicos y acabar cuanto antes con los hidrocarburos fósiles (lo que significaría un muy rudo golpe al poder de la élite), resulta obvio que la crisis no sólo no parece ser evitable, sino que los tiempos pueden estar mucho más cercanos de lo que las transitorias bonanzas en los mercados pueden augurar.
Obviamente los cambios no se van a producir sin costos. Éstos hoy no pueden evaluarse. Sólo puede pensarse que muy probablemente serán superiores a los alguna vez vividos por las actuales generaciones. Puede que esto no guste, pero la alternativa sería nada menos que la profundización de la globalización a niveles tan displacenteros para las mayorías populares que...
De todas maneras, no hace falta pensar en ello. La probabilidad parece tan pequeña, que hasta puede que sea imposible. Claro que la consecuencia más lamentable de todo esto es cuántos miles, millones de personas quedan mientras tanto en el camino. A merced de la indigencia, la pobreza, el embrutecimiento y la muerte.
Puede resultar paradójico. Pero todo indica que la estocada mortal al poder de la élite la dará, en algún momento aún incierto del tiempo, el propio dios moderno creado por ella misma. Un dios hecho a medida de las grandes masas, pero en el que los propios integrantes de la élite descreen en su afán cada día más oligopolista. Como en Dr. Frankenstein, la élite ha contribuido a desarrollar al extremo un ser que se apresta a volverse en contra de su propio creador y merendárselo. Ese dios no es otro que el mercado. Quizá, ni Mary Shelley lo hubiera pensado mejor.
A propósito, a veces la propia realidad nos sorprende y parece proporcionar datos paradójicos o premonitorios. Por ejemplo, pocos parecen haber reparado en que si se recorre WallStreet, en el downtown Manhattan, en el mismo sentido del sol, o sea de este a oeste, finaliza en un muy extraño lugar; sobre todo resulta extraño por tratarse del centro financiero del mundo. WallStreet no termina en el agujero que dejaron las Torres Gemelas en su caída precipitada luego de que antes de las nueve de la mañana del 11 de septiembre de 2001 comenzara una de las peores tragedias para los más de dos mil operarios, ascensoristas, porteros, mozos, empleados de baja jerarquía y jefes intermedios que se hallan en sus puestos de trabajo a esa hora en Nueva York. Triste ironía, pero si Osama Bin Laden tuvo mucho o poco que ver con los atentados, no mató precisamente a altos ejecutivos ni millonarios como él, ni a dueños de empresas, que a la hora en que impactó el primer avión no suelen, casi nunca, estar trabajando en oficinas, sino a pobres asalariados. No, WallStreet no termina allí en ese agujero, aun cuando mucha gente suele responder eso, casi automáticamente, cuando se le pregunta.
Muchas veces ni los propios neoyorquinos en su apuro por caminar el centro financiero del mundo, en el que se hacen y deshacen fortunas en minutos, preocupados sólo por el dinero y el poder, reparan que WallStreet termina en el pequeño y lúgubre cementerio colonial de Saint Paul, al lado de una ruinosa, oscura y casi siempre cerrada o vacía iglesia. Allí, en ese cementerio muy anterior a la globalización y al mundo de las finanzas, bajo unas descuidadas y viejas lápidas cuyos nombres y fechas ya ni se leen, debido al paso del tiempo, yacen los únicos restos, las únicas "calaveras y huesos" que hoy descansan en paz en el downtown Manhattan.
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